Una de las grandes ventajas de
casarse es poder disfrutar del viaje de novios. En nuestro caso, cada vez que
salía el tema a colación, preferíamos dejarlo para más tarde. No había tanto
tiempo como para organizar la boda y a la vez pensar en un viaje. Sin embargo,
la palabra Hawái iba calando poco a poco en nuestro subconsciente. Hawái es
uno de los destinos típicos de las honeymoon
americanas, y también estaba bien alto en nuestra lista de viajes a realizar
durante nuestra estancia en los EEUU. Así que poco después del día de la boda,
decidimos que nos íbamos para allá.

Normalmente, solemos llevar los
viajes bastante bien planificados. Sin embargo, habíamos leído en la Lonely
Planet que nos habían regalado Los Zaraprimos que noviembre en Hawái es
temporada baja. Así que entre la falta de tiempo y la confianza en que
encontraríamos donde dormir, fuimos bastante más a la aventura, con sólo unas
pocas noches reservadas y coche de alquiler en las dos islas que visitamos: Big
Island (Isla Hawai'i) y Maui. Total, si pasaba que no teníamos hotel, siempre
podríamos dormir en la playa, ¿no?
Se pueden ver más fotos pinchando
aquí.
Big Island
El 10
de noviembre partimos hacia Big Island, que, como su nombre indica, es la isla
más grande del archipiélago. También es la más joven.
Todas las islas en Hawái se han
formado por erupciones de lava a lo largo de millones de años. Geográficamente,
el punto caliente por donde se cuela la lava está fijo; sin embargo, las placas
tectónicas se van moviendo poco a poco. Esto hace que se forme un reguero de
islas con el paso del tiempo. De hecho, hay una nueva isla todavía en formación
que emergerá dentro de unos 10000 años.
Uno de
los grandes atractivos de Big Island es que tiene volcanes activos. En Big
Island está el Parque Nacional de los Volcanes, con volcanes que llevan activos
y erupcionando la tira de años. En este parque se pueden ver campos de lava variados,
como uno que se tragó una carretera, o uno que durante unas décadas
a partir de los años 50 formó un lago de lava que aún hoy está calentito,
calentito en su interior. Hasta hace poco menos de un año, había lava que fluía
directamente sobre el océano y que se podía ver mediante una excursión en barco.
Esto debe de ser la leche, pero no tuvimos suerte. La única forma de ver lava en
estado puro era mediante una excursión en helicóptero, pero en el periódico
vimos que una pareja de recién casados había fallecido en un accidente de
helicóptero el día de antes y decidimos no tentar a la suerte. Nos tuvimos que
conformar con ver el reflejo de la lava incandescente sobre los gases que
emanan de uno de los cráteres, lo cual es bastante impresionante de por sí.
Aparentemente,
en Big Island llevaban bastantes meses de sequía. De esto nos enteramos al
segundo día de continua lluvia. Nos alegramos por los hawaianos, aunque a
nosotros nos tenía fastidiados. Conforme fuimos ganando experiencia, aprendimos
que en las islas suele haber un lado donde llueve siempre y otro donde no
llueve nunca. Así que en seguida fuimos a la parte de la isla con mejor tiempo.
Big
Island tiene unos paisajes extraordinariamente variopintos. Hay selvas, volcanes,
valles, montañas, acantilados, praderas donde pastan vacas (Hawái es el
paraíso de las vacas), playas, desiertos. Fue en Big Island donde hicimos
snorkeling por primera vez, incluyendo
una excursión nocturna que nos permitió estar a menos de un metro de
mantas-raya. ¡Una experiencia alucinante! En nuestros primeros pinitos, nos
fascinaron los muchos peces de colorines. También se pueden ver muchas tortugas,
en su mayoría tomando el sol en la orilla, sin preocuparse demasiado por lo que
pasa alrededor.
Lidia cumplió uno de sus sueños,
conducir un jeep. Era uno de esos modelos descapotables, pero no le quitamos la
capota mucho porque nos daba miedo que se pusiera a llover de repente y que se
nos mojara el interior mientras luchábamos con los mecanismos. Además, como
íbamos de aquí para allá muchas veces con todo el equipaje, no queríamos
ponérselo fácil a los cacos, que parece ser frecuentes en las zonas donde
aparcamos los turistas.
En Big Island tuvimos también
nuestro primer contacto con la cultura hawaiana nativa. Aprendimos que la
cultura occidental no tuvo idea de la
existencia de las islas hasta finales del siglo XVIII. Cuando el hombre blanco
apareció por allí, se encontró con un pueblo todavía en la edad de piedra, y
que no conocía la rueda. Uno se puede hacer una idea gracias a las ruinas de
templos y a algunos parques nacionales que están muy bien montados. ¿Su origen?
Unos cientos de años antes, los primeros habitantes llegaron en canoa desde la
polinesia, a más de 3000 kilómetros de distancia. El choque cultural con el
hombre blanco fue enorme, y el colonialismo se desarrolló esencialmente como si
no hubieran pasado 300 años desde el descubrimiento de América. Comerciantes,
empresarios, misioneros, militares, todos hicieron de las suyas en Hawái,
mientras la población nativa sucumbía a nuevas enfermedades y a nuevos vicios.
En cuanto hizo falta, se hizo uso de inmigrantes como mano de obra,
especialmente procedentes de Japón, China, Filipinas y Portugal. El mestizaje y
la fusión cultural caracterizan la sociedad de Hawái de manera profunda, y de
ahí se deriva, por ejemplo, la particular cocina hawaiana, que, cómo no,
también disfrutamos como niños.
Las palabras hawaianas son
complicadas de narices, pese a que las vocales son exactamente las mismas que
en español. Casi cualquier intento de aprender el nombre de los sitios fue un
fracaso. Sólo conseguimos memorizar el nombre del Dios de la desidia:
Mela-Pela, que debe ser primo de Pele, diosa del fuego, el rayo, el viento y
los volcanes (y que por lo visto tenía bastante mala leche).
En Big Island está una población
llamada Kona, de la cual toma su nombre uno de los productos más valorados de Hawái:
el café de Kona. Precisamente en los alrededores de Kona, el alojamiento
estrella que tuvimos en Big Island fue un Bed
and Breakfast regentado por un israelí súper particular, muy, muy majo. El
sitio estaba en medio de un inmenso cafetal, con bananos, aguacates y maracuyás
(lilikois). El desayuno fue una
maravilla, tanto o más que los cuatro aguacates del tamaño de un melón que nos
dio nuestro anfitrión. Recién caídos del árbol. Una maravilla de la que nos
acordamos ahora cada vez que comemos un chuchurrío aguacate de supermercado.
Maui
El 16 de noviembre,
tempranico por la mañana, nos fuimos a Maui. Esta isla es mucho más pequeña que
Big Island, y destila un ambiente más festivo, más de vacaciones. En la parte húmeda
de la isla, hay multitud de cascadas de postal, en unos valles súper bonitos.
Una buena manera de hacerse una idea es recorrer la carretera que va desde
Kahului, la ciudad más importante de la isla, hasta Hana, una población mucho
más pequeña al este de la isla. La carreterita se las trae, es súper estrecha y
en muchos tramos sólo cabe un coche. Durante la ida, Lidia condujo con mucha
precaución y exasperábamos, como buenos turistas, a los locales. A la vuelta,
Lidia condujo con más confianza y asustaba a los propios locales. Muchas de las
cascadas tienen su correspondiente poza donde es posible bañarse, con la
ventaja de que el agua no está que te pelas de frío como en valles de montañas
(aunque he de decir que tampoco estaba especialmente calentita, ni mucho
menos). Nos bañamos en una poza que tenía vistas al mar. Impresionante. En esta
parte del viaje, vimos árboles impresionantes y caminamos entre un bosque de
bambú, con lo que a Lidia, como a buen oso panda, le entró hambre.
Al ser
una isla más vieja, los volcanes de Maui no están activos. La última erupción
data de 1790. Y de hecho, lo que comúnmente se denomina el cráter del volcán
más alto de la isla, el
Haleakalā (“Casa del Sol”), no es un cráter
sino un valle consecuencia de la erosión. Lo que mola es que dentro del valle
hay mini cráteres resultado de pequeñas erupciones volcánicas posteriores. Este
es el entorno del Parque Nacional Haleakala. Algo que recomendaba la guía era
subir a la cima del volcán para ver amanecer. Afortunadamente, hay carretera
hasta la cima, probablemente porque hay instalados un montón de telescopios que
se aprovechan de la claridad del cielo de Hawái para estudiar el firmamento.
Para eso y para acomodar a las hordas de turistas que van a ver el amanecer.
Nos tuvimos que despertar a las cuatro y media para asegurarnos de que
llegábamos a tiempo, y aun así llegamos con el espectáculo ya empezado. En el
momento exacto en que comienza a aparecer el sol, una mujer nativa comenzó a
cantar en hawaiano, lo cual fue un momento un poco “Rey León” pero a la vez
muy, muy especial. Ciertamente, fue una experiencia maravillosa. Y más
maravilloso fue cuando, una vez de día, la mayoría de los turistas se marcharon
a continuar durmiendo y nosotros hicimos senderismo por el interior del cráter,
de una belleza cautivadora. Mil y un colores se mezclan en un paisaje desértico
y agreste. El paseo se las trajo, porque para acceder a la base del cráter hay
que superar un desnivel de 800 metros, que a la vuelta, con todo el cansancio
acumulado, hay que subir. Además, Lidia iba con una moto y me llevaba con la
lengua fuera. Hay una especie de planta súper chula, el
silversword, que sólo crece aquí.
Aquí también observamos de cerca a los
nenes, el pájaro emblema del estado de Hawái, que viene a ser
parecido a un pato.
En Maui
tuvo lugar el momento más destacado del viaje. Estábamos en una playa, no muy a
gusto por causa del viento, cuando de repente aparece frente a nosotros una
modelo en bikini a la que un fotógrafo parecía estar haciendo un reportaje. La
cosa fue subiendo de tono y al final la chica acabó en top-less (algo súper
exótico en los EEUU) y haciendo gestos guarrillos a la cámara. Fue súper
divertido.
El
último día en Hawái lo dedicamos a descubrir playas maravillosas y a hacer más
snorkeling en unos lugares
alucinantes. Yo, que soy más bien de secano, jamás podría haber predicho lo
impresionante que me podría llegar a parecer ver las decenas de variedades de
peces hacer su vida entre corales maravillosos. Y todo eso a escasos metros de
la playa. Muy, muy bonito.
El 21
de noviembre regresamos a NY, completamente enamorados el uno del otro, y
también de unas islas en las que no nos importaría vivir. Esperamos poder regresar
en algún momento de nuestras vidas, y, si no habéis estado, os animamos a que
las visitéis. No tienen desperdicio.