domingo, 7 de diciembre de 2008

Thanksgiving (Gracias a Dios)

El cuarto jueves de cada noviembre, los estadounidenses celebran Thanksgiving (Acción de Gracias). Esencialmente, la festividad consiste en reunirse toda la familia, cenar pavo y otros manjares hasta reventar, y, supongo, acabar discutiendo, como en toda reunión familiar que se precie. Pese a que habíamos sido invitados a celebraciones de Thanksgiving típicas, teníamos ya necesidad y ganas de darnos unas pequeñas vacaciones, así que optamos por sumar un día al consiguiente puente (aquí no son tan comunes estas obras de ingenieria que tanto gustan a los españoles, pero Thanksgiving es excepción) y salir de la ciudad de miércoles a domingo. El objetivo: el estado de Virginia. El medio de transporte: un coche de alquiler. Los protagonistas: los de siempre, Lidia y Jorge.


Día 1. De NYC a Williamsburg, Virginia.
Gracias al buen hacer de las hermanas Prieto Frías, tuvimos la intriga de si Lidia recibiría o no desde España su nuevo carné de conducir a tiempo, pues el que había traido con ella había caducado hace unas semanas. La perspectiva de que fuera yo el conductor de tan largo viaje no nos hacía mucha gracia, dada mi menor pericia al volante. Finalmente, el martes por la noche lo recogimos de nuestro buzón, con gran alivio y satisfacción. Podríamos conducir los dos.


Así que el miércoles por la mañana nos fuimos a la agencia de alquiler de coches, donde nos proporcionaron el coche más barato posible. El coche más pequeño del que disponen, es decir, el más barato, es un Ford Focus (americano) de cinco puertas. Vamos, mucho más grande que nuestro coche de España. Eso de alquilar un Ford Fiesta chiquitín aquí no se estila.


Tras los primeros momentos de adaptación al coche y a su cambio automático de marchas, al GPS y a la conducción por Nueva York (he de decir que Lidia sacó Matrícula de Honor), enfilamos la carretera camino a Virginia. Fue un viaje largo. De por sí son unas siete horas, pero, además, pillamos mucho atasco entre Washington y Richmond, y es que el fin de semana de Thanksgiving es en el que más desplazamientos por carretera se producen en EEUU, junto con Navidad. En ese tramo, además, yo tenía la mosca detrás de la oreja porque la autovía estaba dividida en dos calzadas, y los del centro iban mucho más rápido que nosotros, los de los laterales, pero no había manera de meterse en el centro... Cosas de las carreteras de aquí que todavía no entendemos del todo.


El viaje transcurrió sin más novedades salvo por dos incidentes. El primero tiene que ver con las costumbres de la policía, y es que son un auténtico peligro. Teníais que haber visto, en medio del denso tráfico, salir picando rueda a un coche de policia para perseguir a otro coche al que luego detuvo en el arcén. En los días siguientes, veríamos otras maniobras bastante peligrosas por parte de la policía, como cambios de sentido en medio de una carretera de doble sentido y escasa visibilidad. Menos mal que, al menos, los coches de policía están bien iluminados. El segundo incidente va con moraleja. Y es que nos paramos en un área de servicio para comer un poco de chorizo y pan, al más puro estilo español. No nos resultó fácil abrir el maletero, porque había que pulsar algún botón en algún sitio pero no sabíamos dónde. Sólo tras varios intentos conseguimos acceder al chorizo, que era lo que nos cegaba en ese momento. Cuando reanudamos la marcha, observé que el capó vibraba demasiado (Lidia es que no lo llegaba a ver). La moraleja de la historia acudió rápido a nuestra mente: si pulsas un botón que es para abrir algo y no se abre lo que tú quieres, comprueba que no has abierto lo que no quieres. En efecto, en nuestro intentar abrir el maletero habíamos abierto el capó del coche y abierto se había quedado. Pasamos unos momentos pretendidamente emocionantes temiendo que el capó se viniera contra el parabrisas y perdiéramos visibilidad, pero al final pudimos comprobar la utilidad de los arcenes anchísimos que tienen las autovías por aquí. Paramos allí, bajé del coche, cerré el capó y continuamos nuestro camino, con seguridad, y digiriendo el chorizo.


El viaje hasta Williamsburg, Virginia, transcurrió sin más incidentes a destacar. Sólo nos llamó la atención una salida hacia un centro de investigación naval en el que Elías pegaría bastante: la WASA.


Allá a las ocho de la tarde, más de diez horas depués de salir de Nueva York, llegábamos al Days Inn de Williamsburg, donde empezamos a vislumbrar lo bien que está montado EEUU para viajar por carretera y hacer noche en el camino. No tuvimos ningún problema en coger una habitación sin reserva previa, como nos ocurriría todos los días siguientes en distintas cadenas hoteleras o moteles, a precios bastante razonables y, en casi todas las ocasiones, con el desayuno incluido.


Día 2 (Thanksgiving). Historic triangle y plantaciones.
El llamado triángulo histórico está formado por tres emplazamientos: Williamsburg, Yorktown y Jamestown. En primer lugar, fuimos a Yorktown, localidad en donde se libraron las batallas que decantaron definitivamente la Guerra de la Independencia hacia el lado americano. Y es que en las guerras de antes quedaban en un sitio concreto para batallar, no como ahora, que se bombardea lo que haga falta y, si es por sorpresa, mejor. En Yorktown tienen montado un Parque Nacional que, lamentablemente, estaba cerrado por Thanksgiving. Eso tuvo su lado negativo, pues había partes cerradas al público, pero también pudimos dar un paseo más a nuestro aire, sin mucha gente, visitando trincheras y bastiones, y también la casa donde se firmó la paz definitiva. Nos hizo gracia una anécdota acerca de las tropas que apoyaban a cada bando. Los franceses, para dar por saco a los ingleses, me imagino, apoyaban a los americanos. Y dentro de los regimientos franceses había también alemanes de alguna región que por aquel entonces pertenecía a Francia. La cuestión es que también había alemanes que apoyaban a los ingleses, supongo que para dar por saco a los franceses. Por lo visto, el uniforme de ambos tipos de alemanes no se diferenciaba mucho, lo que generaba confusión, que se agrandaba, además, porque los alemanes de ambos bandos hablaban el mismo idioma. Contaban los paneles explicativos que las confusiones que se generaban en las batalla eran muy frecuentes, y que había continuos errores y se mataba a quien no se debía matar y se dejaba con vida al que había que matar. Vamos, un desastre. Y pensar que en esas circunsancias se decidió gran parte del camino que tomó el mundo moderno... Da que pensar.




El segundo vértice del triángulo histórico es Williamsburg, antigua capital de Virginia, que cayó en el olvido cuando la capital del estado se trasladó a Richmond, hasta que Rockefeller soltó la pasta para reconstruirla al estilo colonial. Actualmente es algo muy similar a un parque temático, al que fuimos por equivocación queriendo ir a la Williamsburg de verdad en busca de un restaurante y de la que salimos según nos dimos cuenta de nuestra equivocación (¡aquí nos fallaste, Lonely Planet!). Aún así fue interesante darse un paseo por sus calles llenas de turistas americanos.


Siguiendo la carretera turística que recorre el Historic Triangle, en la que me atreví a coger el coche por primera vez, llegamos a Jamestown, que es una península (en tiempos era una isla) donde se estableció el primer asentamiento inglés allá por 1607. Por lo visto, llegaron un puñado de ingleses muy poco preparados, que hubieran muerto como moscas si no fuera por la ayuda de los nativos, entre ellos la india Pocahontas. La colonia que formaron los ingleses se fue desarrollando con los años hasta ser abandonada. Actualmente, los restos arqueológicos forman parte de otro Parque Nacional, que nosotros, nuevamente, nos encontramos cerrado. En este caso, sin embargo, sí que fue una suerte que estuviera cerrado, pues además de ahorrarnos la entrada, pudimos pasear por el enclave tranquilamente, entre ardillas revoltosas y cervatillos cautelosos, prácticamente sin ninguna otra persona. Nos encantó, y revivimos el espirírtu arqueológico que de vez en cuando nos invade desde que visitamos el Museo del Teatro Romano de Zaragoza. Lidia se hizo la correspondiente foto con Pocahontas y, servidor, con John Smith. Para matar el hambre, nos hinchamos a twix y patatas fritas.


Antes de que se hiciera de noche, nos encaminamos a una zona en donde se pueden visitar plantaciones típicas sureñas. Decidimos ir a la que había sido hogar de John Tyler, el décimo presidente de EEUU. Fue una visita curiosa. La propiedad sigue perteneciendo a la familia Tyler (de hecho creo que el nieto del señor Tyler, también Tyler, claro, sigue viviendo allí), y los visitantes pueden dar un paseo por los jardines (incluyendo el cementerio de mascotas de la familia Tyler). Esto resulta un poco extraño, porque estás dentro de una propiedad privada. ¡Eso sí, te piden que pagues 10 dólares! Como decía, fue una visita interesante, con más momentos de los pretendidamente emocionantes como cuando un perro suelto y sin bozal que andaba por el jardín se puso a ladrar y a dirigirse hacia nosotros. El bichillo se calmó cuando nos volvimos a meter en el camino (nos habíamos salido para ver una de las construcciones que se podían visitar, que conste). Durante todo el recorrido, no nos pudimos quitar de la cabeza la idea de que acabaría saliendo el señor Tyler tercero de la casa e invitándonos a nosotros, los vagabundos, a compartir mesa con todos los Tyler en Thanksgiving. Sin embargo, no tuvimos la suerte.


Tras un intento fallido de ver otra plantación que se pareciera más a las de “Lo que el viento se llevó”, marchamos hacia Richmond con idea de buscar un restaurante donde darnos la cena madre (recuerdo que sólo habíamos comido patatas fritas y twix desde el desayuno), y con el horario americano, es decir, las seis de la tarde. Por supuesto, al poco de estar en Richmond, y tras haber escandalizado a unos cuantos richmondianos al meternos por dirección prohibida, nos dimos cuenta de que todos los restaurantes estaban cerrados. Al final, encontramos un deli de unos egipcios a los que compramos sendos sándwiches (de pavo, por supuesto), que fueron nuestra ansiada cena de Acción de Gracias (y bien que dimos las gracias, sí), y que devoramos en nuestro Ford Focus.


Poco más tarde descansábamos en el Garden Inn de Charlotesville (de la cadena Hilton, para más señas, y que fueron los únicos rancios que no incluyeron desayuno en el precio).

Día 3. Charlotesville, Monticello y el Blue Ridge Parkway.
Después de darnos un homenaje importante en un típico bar americano (huevos fritos y revueltos, bacon, sausage, tortitas, french toasts, patatas fritas), nos dedicamos a dar un paseo por el diminuto centro histórico de Charlotesville. Esta ciudad es en realidad famosa por ser la sede de la Universidad de Virginia que, como Columbia, pertenece a la denominada Ivy League. Esta universidad fue fundada por Thomas Jefferson, y la visitamos rápidamente después de ir al hogar de su fundador, Monticello.


Monticello es una finca de gran tamaño. La casa, que fue diseñada por Jefferson, se encuentra en lo alto de una colina, desde el que se tienen unas vistas estupendas de las llanuras de Virginia, al este, y de los Apalaches, al oeste. La visita a Monticello nos gustó mucho, pese a la dificultad de entender al guía, que se incrementaba por los lloros y protestas de varios niños. Nos hicimos una buena idea de lo excepcional del personaje de Thomas Jefferson. Además de ser el tercer presidente de los EEUU, era filósofo y científico, vamos, un sabio ilustrado que tenía una gran confianza en la capacidad de todo ser humano y en la democracia. Sus ideas las compaginaba como podía con el hecho de poseer esclavos. Por cierto, si alguno tenéis a mano una moneda de cinco centavos, Monticello aparece representada en una de las caras. En la finca están enterrados Thomas Jefferson y demás familia. En el epitafio de Jefferson, se pueden leer los logros por los que quería ser recordado, y que son: ser autor de la declaración de independencia de los EEUU, ser el fundador de la Universidad de Virginia y ser el autor de la Constitución del Estado de Virginia (en la que se aprobaba la libertad de culto). Ni una palabra de lo de ser presidente. Esto da una idea del carácter del personaje, como también un reloj que diseñó para que señalara también el día de la semana en la pared mediante un sistema de poleas. No sé muy bien qué pasó (probablemente una mudanza), pero al final resultó que la pared donde iba el reloj no era lo suficientemente alta para que cupieran todos los días de la semana. Así que, ni corto ni perezoso, hizo un agujero en el suelo, y el indicador del sábado acabó en la bodega.



De nuevo, con eso de aprovechar el día, se nos pasó la hora de comer, pero esta vez todavía llevábamos el depósito lleno gracias al copioso desayuno. Así que nos encaminamos hacia el Blue Ridge Parkway, una carretera panorámica que recorre las montañas apalaches durante más de 400 millas, desde Virginia hasta Carolina del Norte. Nosotros apenas pudimos hacer 60 millas antes de que se hiciera de noche, lo suficiente para ver unas estalactitas de hielo espectaculares, unas vistas magníficas y alguna reproducción con ambiciones históricas (granjas de montaña y unas vías de tren). Ya de noche, el GPS nos llevó a un restaurante que recomendaba la Lonely Planet en donde Lidia se trabajó un filete y yo una trucha, a parte de dar buena cuenta del pan, la mantequilla y el aceite que ponían por defecto, y de una riquísima sopa que nos supo a gloria.

Esta vez dormimos en el Guesthouse Inn de Staunton, localidad que se encuentra cerca del comienzo tanto del Blue Ridge Parkway, como de la otra ruta panorámica que haríamos al día siguiente, el Skyline Drive a lo largo del Parque Nacional del Shenandoah. Para aquel entonces, el espíritu vacacional nos había contagiado tanto que empezamos a hacer saltos a lo Flosbury en las camas del motel. Sin duda, el mejor salto fue el último (y, además, casi de verdad) de Lidia, en el que introdujo una variante a lo Christopher Reeve que la condujo directamente al suelo con el pescuezo retorcido. Afortunadamente, no hubo que lamentar daños personales.


Día 4. Shenandoah Valley.
El Skyline Drive, como el Blue Ridge Parkway, se diseñó durante una época de enorme crisis económica en los años 30, con la función de proporcionar puestos de trabajo a tutiplén. El Skyline Drive tiene 105 millas y recorre el Parque Nacional del Shenandoah. A lo largo de su recorrido, hay numerosos miradores, y multitud de rutas de senderismo. Nos salió un día muy bonito, y aprovechamos para darnos un par de paseos bastante majos. De nuevo, las vistas fueron estupendas, y sólo imaginar cómo debe estar el bosque en otoño daba escalofríos. La ventaja de verlo todo pelado es que tienes una mayor perspectiva, por aquello de los árboles que no dejan ver el bosque. Esta vez sí que comimos, en el centro de visitantes del Parque Nacional. La comida fue deliciosa (sobras de pavo de acción de gracias). Se nos hizo de noche en seguida, y no pudimos completar las 105 millas de la carretera. Nos faltó poco más de media hora. Las vacaciones tocaban a su fin. Pusimos rumbo a Nueva York, con la idea de evitar los atascos del día siguiente.
Pernoctamos en un Howards Johnson en Newark, en el estado de Delaware.


Día 5. Vuelta a Nueva York.
Pese a que llovió durante todo el día, nuestra estrategia funcionó y prácticamente no pillamos atasco, con lo que nos dio tiempo a ir al IKEA y a hacer la compra con el coche, antes de devolverlo. Las vacaciones habían acabado. Las disfrutamos mucho, como esperamos haberos trasmitido, y dio penita que fueran tan cortas. Sin embargo, ¡no apenarse!, que en nada estamos por España, de vacaciones otra vez, y viéndoos a la mayoría de vosotros.