lunes, 30 de marzo de 2009

Biophysical Society Meeting

Al contrario de lo que pueda entenderse por el título de esta entrada, hoy no os vamos a explicar con detalle las charlas de los ilustres científicos que asistieron al susodicho “Biophysical Society Meeting”. Sin embargo, dado que la asistencia a este congreso fue la excusa para poder visitar Boston, es justo que, al menos, le hagamos el debido reconocimiento dando su nombre a esta entrada en nuestras Tres Grandes Manzanas.

Del 28 de febrero al 4 de marzo de 2009 tuvo lugar el congreso que organiza la Sociedad Americana de Biofísica. El grupo de Jorge en pleno asistía a este congreso y la menda, que es muy lista, se acopló a la excursión y aprovechó el espacio libre en la habitación de una compañera de Jorge. Otro asistente a este congreso era nuestro amigo Florian, también conocido como “Florian el Austríaco” o, por los más íntimos, como “El Enamorrado”. Fue también una magnífica excusa para reunirnos con un amigo al que hacía tiempo que no veíamos.

Nuestro autobús salía el sábado 28 de febrero a las 9.30 am. El primer incidente que tuvimos fue un cambio en el transcurso normal del metro. La línea que cogíamos no era “Express” como suele. Esto ya nos retrasó significativamente. Pero la cosa empeoró cuando salimos a una esquina que no era la que esperábamos y no sabíamos orientarnos para encontrar aquella donde paraba nuestro autobús. Es necesario explicar aquí que muchas líneas de autobús en Nueva York (independientemente del grado de legalidad, probablemente bajo en muchos casos) paran en la calle, y no en dársenas especialmente adaptadas a tal efecto.

Finalmente, encontramos el autobús. El proceso de check-in también fue emocionante, barajándose la posibilidad de que yo viajara en un autobús diferente a mis amigos. Dado que acabamos sentados al lado del váter del autobús (por ser la única manera de ir juntos), más me hubiera valido. En cuanto el autobús empezó a moverse y las aguas del inodoro a agitarse, el olor se convirtió en algo completamente insoportable. Nos las ingeniamos como pudimos para reducir el sufrimiento. Y la gente que lo usó, incluido servidor, se las apañó como pudo para no mearse encima, para que no se le cayera la tapa o, quizás, para no quedarse dormido con la cola en la mano.


Una vez en South Station (Boston) echamos a andar al centro de convenciones, al lado del cual se encontraba nuestro lujoso hotel: El Westin. A Jorge y dos de sus compañeros, la organización del congreso les había permitido reservar una habitación de tres camas. Una vez en el hotel, esto resultó ser imposible, ya que no tenían la correspondiente autorización para tener habitaciones de más de dos personas. Una vez arreglado este pequeño inconveniente gracias al amor, por fin pudimos ir a comer (4.00 pm). A estas alturas teníamos ya un hambre considerable, pero nos tuvimos que adaptar a la idiosincrasia de los restaurantes bostonianos: No nos trajeron la comida a los demás hasta que una de las comensales se acabó la sopa que había pedido de primero mientras los demás la mirábamos con ojos de cordero “degollao”.

Después de registrarse en el congreso fuimos, por fin, a dar una vuelta por la ciudad. Ya anochecía y decidimos ir a buscar algún lugar donde tomar una cerveza. Tras mucho caminar, este lugar resultó ser Beacon Hill, pero eso no lo sabíamos mientras nos tomábamos el nombrado refrigerio. Yo, sin querer, o eso digo, le toqué el trasero a una bostoniana que resultó estar muy salida, además de ser muy maja. De vuelta en el hotel cenamos y nos fuimos a la cama, a la espera del nuevo día. Pallav, con su rodilla chunga por un mal salto de esquí, estaba súper contento de haber tenido que patearse Boston siguiendo a unos tarados.

El domingo, aprovechando que a Jorge no le interesaba demasiado ninguna de las charlas de la mañana, nos fuimos los dos a conocer Harvard. Nos habían advertido de que en el metro de Boston hay gente de aspecto muy inteligente leyendo libros de alto nivel. Como podéis apreciar en la foto más abajo esto es totalmente cierto.

El día nos salió bastante malo: nevaba y hacía mucho frío. Así que, después de un paseo rápido por la famosa universidad, nos metimos en el museo de Historia Natural de Harvard. Como ya nos había dicho Álvaro, en este museo hay una colección impresionante de flores de cristal. Los más de 4000 ejemplares de los que consta la colección están hechos por un padre y un hijo cristaleros alemanes. Se hicieron por encargo de un profesor de botánica de la universidad de Harvard, que no quería depender de las condiciones meteorológicas y las estaciones para poder estudiar distintos tipos de flores. Las reproducciones son alucinantes, en muchos casos es imposible identificar que se trata de cristal.

A pesar de que no había cambiado mucho el tiempo, dimos un paseo por Cambridge antes de marcharnos para que Jorge llegara a tiempo a la sesión que sí le interesaba. Yo me quedé sola para seguir conociendo la ciudad, pero antes me pasé por un restaurante japonés para resguardarme del frío, cada vez más intenso, la lluvia y el hambre.

Desde Chinatown, fui dando un paseo por Boylston St. (como me había recomendado mi amigo Elías) y pasé por el Boston Common y los Public Gardens, los dos parques centrales de Boston. La laguna de los Public Gardens estaba congelada y todo lleno de nieve. Si la batería de la cámara no hubiera tenido a bien descargarse misteriosamente, tendría documentos fotográficos de este y otros momentos.

Siguiendo por esta calle, se llega hasta Copley Sq. donde se halla la Trinity Church, la cual se refleja en el rascacielos que tiene al lado. Al menos por fuera, esta iglesia es recogida y acogedora, con un mini-claustro encantador. Al otro lado de Copley Sq. se encuentra la biblioteca pública, en la que mereció mucho la pena entrar.

Deshaciendo el camino pero por calles paralelas a Boylson St. y más cercanas al río, se pasea por Back Bay, un barrio de casas preciosas donde una vez vivió John Forbes Nash, entre otros ilustres científicos y matemáticos y donde supongo que hoy viven otros personajes no menos ilustres.

Al final de este barrio se encuentra Beacon Hill, que de día resultó ser aún más bonito que de noche. Está lleno de cafés e inmejorable aspecto y tiendecillas de, probablemente, alto presupuesto. Al final de la calle Charles, se llega al Longfellow Bridge. Elías nos había dicho que desde el otro lado del río se pueden apreciar las mejores vistas de Boston. Dado que me encantan los ríos, disfruté mucho del paseo por el puente. Una vez al otro lado comprobé que, ciertamente, las vistas de la ciudad son bastante buenas. Sin embargo, en mi opinión, el “Skyline” de Boston no es, ni mucho menos, la mejor de sus virtudes. La vuelta se hizo mucho más dura que la ida: Por efecto del frío empecé a tener calambres en la pierna izquierda. Una pena, porque me hubiera gustado pasear más rato por Beacon Hill y tomarme un café. Pero mi cuerpo me pedía a gritos volver a mi habitación.

Tras un merecido reposo y una agradable cena con los compañeros de Jorge, me fui a la cama. A la mañana siguiente tenía que coger un autobús a las 8.30 am para poder llegar a trabajar a una hora razonable.

El lunes 2 de marzo resultó que en gran parte de la costa este había un temporal de “tres pares de pelotas” (en español llano). Para poder ir hasta la estación tuve que coger un taxi. No veía más allá de mis narices y me era difícil caminar entre el viento y la nieve. El taxi tardó 20 minutos (lo que normalmente se tarda andando) y una vez allí me notificaron que todos los autobuses estaban cancelados. Tras mucha deliberación conmigo misma y con Jorge decidí coger el nada barato tren para llegar a Nueva York. El tren tardó también más de lo usual porque el temporal le impedía tomar la velocidad normal. Eso sí, el interventor resultó ser muy amable: Nos dio permiso para desnudarnos ya que en el vagón hacía mucho calor y nos avisaba de que las puertas de algunos vagones no se abrirían porque estaban congeladas, pero que “nos dejaba” usar la del siguiente vagón. Tras un poco más de retraso en el metro de Nueva York llegué por fin a las tres de la tarde al laboratorio. Justo a tiempo para hacer acto de presencia en un seminario del grupo.

Yo, el Jorge, seguí en Boston unos cuantos días más. El congreso es bestial. Acuden como unas 5000 personas, se presentan más de 500 póster por día, hay charlas solapantes desde las ocho y media de la mañana hasta las ocho de la tarde. Mucha gente muy lista. A mi jefe le daban un premio y, para celebrarlo, cenamos juntos todos los miembros del grupo y algún antiguo postdoc que andaba por el congreso. A uno de estos, se le había olvidado ya que aquí se mide en pulgadas, no en centímetros, y se pidió una pizza de 20 “centímetros” de diámetro. ¿Os imagináis cómo resultó la pizza, no? Para los que no lo sepan: una pulgada son dos centímetros y medio. Fue muy divertido. Esa noche, después del temporal de nieve de por la mañana, el frío era bestial y los diez minutos que anduvimos desde el restaurante hasta el hotel fueron espectaculares. Como lo de Niágara, pero sin los calzoncillos largos. El penúltimo día, Flo y yo repetimos más o menos el camino que ya os ha contado Lidia, con un ingrediente más: subimos al segundo edificio más alto de Boston, el Prudential. Desde allá arriba, vimos un atardecer súper bonito y contemplamos desde las alturas toda la extensión de Boston y Cambridge. Muy recomendable. También nos atrevimos con un vídeo-documental acerca de la inmigración en Boston que proyectaban en una sala de apertura automática. ¡Qué miedito cuando acabó la peli y la puerta no se abría! ¡Ah, y en la Trinity Church tuvimos nuestra polémica acerca de lo que realmente estábamos viendo reflejado en el rascacielos de al lado!

Finalmente, ya de noche, quedamos con otros congresistas y nos fuimos en busca de los restaurantes del North End, que tienen buena fama. Aunque el frío no era tan intenso como el de un par de días atrás, acabamos en el primer restaurante que vimos abierto. La cena nos supo a gloria, aunque no tanto como el calorcito del local. Por cierto, que camino del restaurante pasamos también por el Quincy Market, famoso centro comercial bostoniano en el que hicimos una breve parada para recuperarnos del frío.

En resumen, pasamos unos días muy especiales. Pudimos comprobar cómo Boston es una ciudad pequeña, agradable, muy intelectual, y en la que hace un frío de pelotas.