Da igual que la Duquesa de Alba
haya intentado robarnos protagonismo: la nuestra sigue siendo la boda del año y
este, el reportaje más esperado. Nos ha tomado un poco de tiempo, pero ya está
aquí. El reportaje se complementa con unas fotos y un montaje preparado por Martin J. Bentsen, el fotógrafo.
El 15 de Octubre de 2011 nos despertábamos
a las 7 de la mañana en nuestra habitación del hotel Parker Meridien. Mientras
la novia se iba a la peluquería a adecentarse, el novio se iba a casa a ponerse
reguapo y a desayunar bollería fina. Logísticamente, la idea del hotel estuvo
muy bien, porque tres personas poniéndose de punta en blanco en nuestro
apartamento son demasiadas, sobre todo teniendo en cuenta que una de ellas
tenía que ponerse un vestido de novia que, además, no quería que viera el
novio. Como veis ahora y comprobaréis a lo largo del relato y en las fotos, nos
pusimos algo más tradicionales de lo predicho con esto de la boda.
El día nos salió soleado y
precioso, pero con un vendaval monumental. Las 2 horas y media en la peluquería
quedaron un poco deslucidas, pero aun así mereció la pena irse al instituto
AVEDA e interaccionar con los estudiantes que te peinan y maquillan.
Como no podía ser de otra manera,
todo fue con retraso. El plan era empezar la ceremonia a las 12.30. A las 11.40
la novia estaba todavía llegando al hotel. En cualquier caso, la complejidad de
ponerse un vestido de novia está sobrevalorada. Medias, vestido, pulsera,
pendientes, colgante, “mamá guárdame estas cosillas en tu bolso”, “el ramo,
¿dónde está el ramo?”, “hija no, esos pendientes no, ponte estos”, “estos están
bien, están bien”, zapatos y ale, a la calle que el coche ya nos cobra
sobrecargo por habernos esperado un cuarto de hora. Y por supuesto, atasco para
entrar al puente de Brooklyn. Da igual, la novia va tarde, pero el novio, los
invitados y el fotógrafo también. La mitad de las calles del downtown están
cortadas.
Mientras tanto, el novio se ha
vestido sin más complicaciones que tener que decidir qué chaleco y corbata
ponerse, si el que venía con el smoking de alquiler o el que su amigo Emilio
llevó en su propia boda. La solución, sin embargo, fue sencilla. Dado que ni el novio ni su
madre saben anudar una corbata, hay que optar por la opción fácil, la del
conjunto de alquiler, que se deja de nudos y emplea un enganche de lo más práctico.
12.30 y la novia está llegando al
Brooklyn Bridge Park después de
haberle indicado al conductor, que no tiene la más remota idea, cómo llegar
hasta allí. Debido al viento ha habido un pequeño cambio de planes. En el Promenade (muelle que da directamente al
río y a unas vistas preciosas) no hay quien se sostenga, así que, después de
unos momentos de deliberación en la que los invitados finalmente hacen entrar
en razón al novio, la party se sitúa en la zona del parque donde la página web
dice explícitamente que está prohibido hacer ceremonias. Pero como somos un
grupo pequeño (9 personas y un bebé), el Ranger
nos da el visto bueno. Ya sólo hace falta que la novia se entere de a dónde
tiene que ir, algo de lo que se encargan la madre del novio y María Luisa.
Al salir del coche el viento se
lleva por los aires el vestido y los pelos de la novia. Da igual, hace un día
precioso. El lugar elegido es inmejorable.
La ceremonia la oficia nuestro
amigo Sebastian, el único americano de la reunión. Así que Miguel hace los
honores de traducir para los allí presentes. Nos acordamos de José Luis, Sara, Mónica, Iván y Alejandro que no han podido venir. Hay lágrimas, risas y sensación de
“¡qué raro es todo esto!”. Emilio y María Luisa leen el Cantar de los Cantares
8, 6-7, Jorge un poema de su padre. Los votos hacen llorar tanto al novio como
a la novia y también a alguno de los presentes. 20 minutos más tarde de haber
llegado al parque nos declaran marido y mujer. Se besan los novios. Caen arroz
y pétalos de rosa, a pesar de que Aurora, que era la encargada en un principio,
se está echando la siesta del año. Abrazos y besos. Llamamos al padre del
novio. Todos somos muy felices.
De pronto, hay que posar para
las fotos. Ese extraño momento en que, pese a todo, hay que parecer natural.
Unas fotos aquí, ahora nos vamos allá. Cara de velocidad por el viento. Los
pelos, vestidos y corbatas danzando por los aires. Lo mejor, subirnos al Jane’s Carousel y hacernos fotos allí.
Eso sí, todo muy rápido que la reserva para comer es a las 14.30 y sólo tenemos
la limusina reservada hasta esa hora. Por supuesto, hay atasco en el puente de
Brooklyn para regresar a Manhattan: Aurora, la pobrecita, está que se marea
(riesgo de potita sobre la comitiva, vestida toda ella de punta en blanco) y el conductor está
estresado porque llega tarde a su siguiente compromiso.
Comemos en Gigino, un restaurante italiano situado en el Wagner Park con unas vistas preciosas de
la Señora Libertad. Es una pena que el viento nos impida comer al aire libre,
pero la mesa está situada frente al ventanal y seguimos pudiendo disfrutar de
las vistas. Como en toda buena boda nos cebamos. El vestido aprieta cada vez
más y respirar comienza a ser una tarea complicada. Es en el restaurante donde hacemos todo el papeleo legal, firman los testigos y Sebastian da el visto bueno. Si lo hubiéramos hecho en el parque, seguro que los papeles se habrían volado y ahora estarían en el mar.
Para bajar la comida damos un
paseo por el Wagner Park, pero otra
vez comienza a hacerse tarde. Son las 5.30 y aún tenemos que pasar
por el hotel para recoger unos adornos y preparar la sala donde tendrá lugar la
fiesta a las 7. “¡Taxi! ¡Taxi!”, padres de la novia, novio, novia y vestido se
suben a un taxi amarillo para ir al hotel y otro para ir al Gin Mill, el bar donde se encuentra la
sala Speakeasy donde la gala tendrá
lugar.
Una vez instaladas las luces y
las velas, empiezan a llegar los invitados. Bebidas, abrazos, comida, risas y
algunos bailes. Así hasta las 10.30 de la noche. La sala estaba reservada de 7
a 10. A las 10 la cosa está en el momento álgido. Lamentablemente hay otro
evento en la sala a las 11, por lo que no pueden dejarnos más tiempo. Vamos
matando la fiesta poco a poco cambiando la música a algo más aburrido. A las 11
ya hemos desalojado. Agotados volvemos a nuestra habitación del Parker
Meridien, cuyo disfrute debemos agradecer a nuestros amigos Emilio, María Luisa
y Aurora. Al día siguiente tenemos “late
check-out”, lo cual nos permite disfrutar del hotel hasta las 14.30. Unos
largos y una siestecilla en la piscina del ático del hotel con vistas
impresionantes a Central Park ponen el colofón perfecto a una boda que hemos
disfrutado como enanos.
Un par de semanas más tarde,
recibimos el certificado de boda, prueba de que es cierto que nos hemos casado
y que hicimos todos los papeles como debíamos. Ahora sólo queda la aventura de
convalidar el matrimonio en el consulado español, lo que promete ser otra interesante
aventura.