domingo, 7 de diciembre de 2008

Thanksgiving (Gracias a Dios)

El cuarto jueves de cada noviembre, los estadounidenses celebran Thanksgiving (Acción de Gracias). Esencialmente, la festividad consiste en reunirse toda la familia, cenar pavo y otros manjares hasta reventar, y, supongo, acabar discutiendo, como en toda reunión familiar que se precie. Pese a que habíamos sido invitados a celebraciones de Thanksgiving típicas, teníamos ya necesidad y ganas de darnos unas pequeñas vacaciones, así que optamos por sumar un día al consiguiente puente (aquí no son tan comunes estas obras de ingenieria que tanto gustan a los españoles, pero Thanksgiving es excepción) y salir de la ciudad de miércoles a domingo. El objetivo: el estado de Virginia. El medio de transporte: un coche de alquiler. Los protagonistas: los de siempre, Lidia y Jorge.


Día 1. De NYC a Williamsburg, Virginia.
Gracias al buen hacer de las hermanas Prieto Frías, tuvimos la intriga de si Lidia recibiría o no desde España su nuevo carné de conducir a tiempo, pues el que había traido con ella había caducado hace unas semanas. La perspectiva de que fuera yo el conductor de tan largo viaje no nos hacía mucha gracia, dada mi menor pericia al volante. Finalmente, el martes por la noche lo recogimos de nuestro buzón, con gran alivio y satisfacción. Podríamos conducir los dos.


Así que el miércoles por la mañana nos fuimos a la agencia de alquiler de coches, donde nos proporcionaron el coche más barato posible. El coche más pequeño del que disponen, es decir, el más barato, es un Ford Focus (americano) de cinco puertas. Vamos, mucho más grande que nuestro coche de España. Eso de alquilar un Ford Fiesta chiquitín aquí no se estila.


Tras los primeros momentos de adaptación al coche y a su cambio automático de marchas, al GPS y a la conducción por Nueva York (he de decir que Lidia sacó Matrícula de Honor), enfilamos la carretera camino a Virginia. Fue un viaje largo. De por sí son unas siete horas, pero, además, pillamos mucho atasco entre Washington y Richmond, y es que el fin de semana de Thanksgiving es en el que más desplazamientos por carretera se producen en EEUU, junto con Navidad. En ese tramo, además, yo tenía la mosca detrás de la oreja porque la autovía estaba dividida en dos calzadas, y los del centro iban mucho más rápido que nosotros, los de los laterales, pero no había manera de meterse en el centro... Cosas de las carreteras de aquí que todavía no entendemos del todo.


El viaje transcurrió sin más novedades salvo por dos incidentes. El primero tiene que ver con las costumbres de la policía, y es que son un auténtico peligro. Teníais que haber visto, en medio del denso tráfico, salir picando rueda a un coche de policia para perseguir a otro coche al que luego detuvo en el arcén. En los días siguientes, veríamos otras maniobras bastante peligrosas por parte de la policía, como cambios de sentido en medio de una carretera de doble sentido y escasa visibilidad. Menos mal que, al menos, los coches de policía están bien iluminados. El segundo incidente va con moraleja. Y es que nos paramos en un área de servicio para comer un poco de chorizo y pan, al más puro estilo español. No nos resultó fácil abrir el maletero, porque había que pulsar algún botón en algún sitio pero no sabíamos dónde. Sólo tras varios intentos conseguimos acceder al chorizo, que era lo que nos cegaba en ese momento. Cuando reanudamos la marcha, observé que el capó vibraba demasiado (Lidia es que no lo llegaba a ver). La moraleja de la historia acudió rápido a nuestra mente: si pulsas un botón que es para abrir algo y no se abre lo que tú quieres, comprueba que no has abierto lo que no quieres. En efecto, en nuestro intentar abrir el maletero habíamos abierto el capó del coche y abierto se había quedado. Pasamos unos momentos pretendidamente emocionantes temiendo que el capó se viniera contra el parabrisas y perdiéramos visibilidad, pero al final pudimos comprobar la utilidad de los arcenes anchísimos que tienen las autovías por aquí. Paramos allí, bajé del coche, cerré el capó y continuamos nuestro camino, con seguridad, y digiriendo el chorizo.


El viaje hasta Williamsburg, Virginia, transcurrió sin más incidentes a destacar. Sólo nos llamó la atención una salida hacia un centro de investigación naval en el que Elías pegaría bastante: la WASA.


Allá a las ocho de la tarde, más de diez horas depués de salir de Nueva York, llegábamos al Days Inn de Williamsburg, donde empezamos a vislumbrar lo bien que está montado EEUU para viajar por carretera y hacer noche en el camino. No tuvimos ningún problema en coger una habitación sin reserva previa, como nos ocurriría todos los días siguientes en distintas cadenas hoteleras o moteles, a precios bastante razonables y, en casi todas las ocasiones, con el desayuno incluido.


Día 2 (Thanksgiving). Historic triangle y plantaciones.
El llamado triángulo histórico está formado por tres emplazamientos: Williamsburg, Yorktown y Jamestown. En primer lugar, fuimos a Yorktown, localidad en donde se libraron las batallas que decantaron definitivamente la Guerra de la Independencia hacia el lado americano. Y es que en las guerras de antes quedaban en un sitio concreto para batallar, no como ahora, que se bombardea lo que haga falta y, si es por sorpresa, mejor. En Yorktown tienen montado un Parque Nacional que, lamentablemente, estaba cerrado por Thanksgiving. Eso tuvo su lado negativo, pues había partes cerradas al público, pero también pudimos dar un paseo más a nuestro aire, sin mucha gente, visitando trincheras y bastiones, y también la casa donde se firmó la paz definitiva. Nos hizo gracia una anécdota acerca de las tropas que apoyaban a cada bando. Los franceses, para dar por saco a los ingleses, me imagino, apoyaban a los americanos. Y dentro de los regimientos franceses había también alemanes de alguna región que por aquel entonces pertenecía a Francia. La cuestión es que también había alemanes que apoyaban a los ingleses, supongo que para dar por saco a los franceses. Por lo visto, el uniforme de ambos tipos de alemanes no se diferenciaba mucho, lo que generaba confusión, que se agrandaba, además, porque los alemanes de ambos bandos hablaban el mismo idioma. Contaban los paneles explicativos que las confusiones que se generaban en las batalla eran muy frecuentes, y que había continuos errores y se mataba a quien no se debía matar y se dejaba con vida al que había que matar. Vamos, un desastre. Y pensar que en esas circunsancias se decidió gran parte del camino que tomó el mundo moderno... Da que pensar.




El segundo vértice del triángulo histórico es Williamsburg, antigua capital de Virginia, que cayó en el olvido cuando la capital del estado se trasladó a Richmond, hasta que Rockefeller soltó la pasta para reconstruirla al estilo colonial. Actualmente es algo muy similar a un parque temático, al que fuimos por equivocación queriendo ir a la Williamsburg de verdad en busca de un restaurante y de la que salimos según nos dimos cuenta de nuestra equivocación (¡aquí nos fallaste, Lonely Planet!). Aún así fue interesante darse un paseo por sus calles llenas de turistas americanos.


Siguiendo la carretera turística que recorre el Historic Triangle, en la que me atreví a coger el coche por primera vez, llegamos a Jamestown, que es una península (en tiempos era una isla) donde se estableció el primer asentamiento inglés allá por 1607. Por lo visto, llegaron un puñado de ingleses muy poco preparados, que hubieran muerto como moscas si no fuera por la ayuda de los nativos, entre ellos la india Pocahontas. La colonia que formaron los ingleses se fue desarrollando con los años hasta ser abandonada. Actualmente, los restos arqueológicos forman parte de otro Parque Nacional, que nosotros, nuevamente, nos encontramos cerrado. En este caso, sin embargo, sí que fue una suerte que estuviera cerrado, pues además de ahorrarnos la entrada, pudimos pasear por el enclave tranquilamente, entre ardillas revoltosas y cervatillos cautelosos, prácticamente sin ninguna otra persona. Nos encantó, y revivimos el espirírtu arqueológico que de vez en cuando nos invade desde que visitamos el Museo del Teatro Romano de Zaragoza. Lidia se hizo la correspondiente foto con Pocahontas y, servidor, con John Smith. Para matar el hambre, nos hinchamos a twix y patatas fritas.


Antes de que se hiciera de noche, nos encaminamos a una zona en donde se pueden visitar plantaciones típicas sureñas. Decidimos ir a la que había sido hogar de John Tyler, el décimo presidente de EEUU. Fue una visita curiosa. La propiedad sigue perteneciendo a la familia Tyler (de hecho creo que el nieto del señor Tyler, también Tyler, claro, sigue viviendo allí), y los visitantes pueden dar un paseo por los jardines (incluyendo el cementerio de mascotas de la familia Tyler). Esto resulta un poco extraño, porque estás dentro de una propiedad privada. ¡Eso sí, te piden que pagues 10 dólares! Como decía, fue una visita interesante, con más momentos de los pretendidamente emocionantes como cuando un perro suelto y sin bozal que andaba por el jardín se puso a ladrar y a dirigirse hacia nosotros. El bichillo se calmó cuando nos volvimos a meter en el camino (nos habíamos salido para ver una de las construcciones que se podían visitar, que conste). Durante todo el recorrido, no nos pudimos quitar de la cabeza la idea de que acabaría saliendo el señor Tyler tercero de la casa e invitándonos a nosotros, los vagabundos, a compartir mesa con todos los Tyler en Thanksgiving. Sin embargo, no tuvimos la suerte.


Tras un intento fallido de ver otra plantación que se pareciera más a las de “Lo que el viento se llevó”, marchamos hacia Richmond con idea de buscar un restaurante donde darnos la cena madre (recuerdo que sólo habíamos comido patatas fritas y twix desde el desayuno), y con el horario americano, es decir, las seis de la tarde. Por supuesto, al poco de estar en Richmond, y tras haber escandalizado a unos cuantos richmondianos al meternos por dirección prohibida, nos dimos cuenta de que todos los restaurantes estaban cerrados. Al final, encontramos un deli de unos egipcios a los que compramos sendos sándwiches (de pavo, por supuesto), que fueron nuestra ansiada cena de Acción de Gracias (y bien que dimos las gracias, sí), y que devoramos en nuestro Ford Focus.


Poco más tarde descansábamos en el Garden Inn de Charlotesville (de la cadena Hilton, para más señas, y que fueron los únicos rancios que no incluyeron desayuno en el precio).

Día 3. Charlotesville, Monticello y el Blue Ridge Parkway.
Después de darnos un homenaje importante en un típico bar americano (huevos fritos y revueltos, bacon, sausage, tortitas, french toasts, patatas fritas), nos dedicamos a dar un paseo por el diminuto centro histórico de Charlotesville. Esta ciudad es en realidad famosa por ser la sede de la Universidad de Virginia que, como Columbia, pertenece a la denominada Ivy League. Esta universidad fue fundada por Thomas Jefferson, y la visitamos rápidamente después de ir al hogar de su fundador, Monticello.


Monticello es una finca de gran tamaño. La casa, que fue diseñada por Jefferson, se encuentra en lo alto de una colina, desde el que se tienen unas vistas estupendas de las llanuras de Virginia, al este, y de los Apalaches, al oeste. La visita a Monticello nos gustó mucho, pese a la dificultad de entender al guía, que se incrementaba por los lloros y protestas de varios niños. Nos hicimos una buena idea de lo excepcional del personaje de Thomas Jefferson. Además de ser el tercer presidente de los EEUU, era filósofo y científico, vamos, un sabio ilustrado que tenía una gran confianza en la capacidad de todo ser humano y en la democracia. Sus ideas las compaginaba como podía con el hecho de poseer esclavos. Por cierto, si alguno tenéis a mano una moneda de cinco centavos, Monticello aparece representada en una de las caras. En la finca están enterrados Thomas Jefferson y demás familia. En el epitafio de Jefferson, se pueden leer los logros por los que quería ser recordado, y que son: ser autor de la declaración de independencia de los EEUU, ser el fundador de la Universidad de Virginia y ser el autor de la Constitución del Estado de Virginia (en la que se aprobaba la libertad de culto). Ni una palabra de lo de ser presidente. Esto da una idea del carácter del personaje, como también un reloj que diseñó para que señalara también el día de la semana en la pared mediante un sistema de poleas. No sé muy bien qué pasó (probablemente una mudanza), pero al final resultó que la pared donde iba el reloj no era lo suficientemente alta para que cupieran todos los días de la semana. Así que, ni corto ni perezoso, hizo un agujero en el suelo, y el indicador del sábado acabó en la bodega.



De nuevo, con eso de aprovechar el día, se nos pasó la hora de comer, pero esta vez todavía llevábamos el depósito lleno gracias al copioso desayuno. Así que nos encaminamos hacia el Blue Ridge Parkway, una carretera panorámica que recorre las montañas apalaches durante más de 400 millas, desde Virginia hasta Carolina del Norte. Nosotros apenas pudimos hacer 60 millas antes de que se hiciera de noche, lo suficiente para ver unas estalactitas de hielo espectaculares, unas vistas magníficas y alguna reproducción con ambiciones históricas (granjas de montaña y unas vías de tren). Ya de noche, el GPS nos llevó a un restaurante que recomendaba la Lonely Planet en donde Lidia se trabajó un filete y yo una trucha, a parte de dar buena cuenta del pan, la mantequilla y el aceite que ponían por defecto, y de una riquísima sopa que nos supo a gloria.

Esta vez dormimos en el Guesthouse Inn de Staunton, localidad que se encuentra cerca del comienzo tanto del Blue Ridge Parkway, como de la otra ruta panorámica que haríamos al día siguiente, el Skyline Drive a lo largo del Parque Nacional del Shenandoah. Para aquel entonces, el espíritu vacacional nos había contagiado tanto que empezamos a hacer saltos a lo Flosbury en las camas del motel. Sin duda, el mejor salto fue el último (y, además, casi de verdad) de Lidia, en el que introdujo una variante a lo Christopher Reeve que la condujo directamente al suelo con el pescuezo retorcido. Afortunadamente, no hubo que lamentar daños personales.


Día 4. Shenandoah Valley.
El Skyline Drive, como el Blue Ridge Parkway, se diseñó durante una época de enorme crisis económica en los años 30, con la función de proporcionar puestos de trabajo a tutiplén. El Skyline Drive tiene 105 millas y recorre el Parque Nacional del Shenandoah. A lo largo de su recorrido, hay numerosos miradores, y multitud de rutas de senderismo. Nos salió un día muy bonito, y aprovechamos para darnos un par de paseos bastante majos. De nuevo, las vistas fueron estupendas, y sólo imaginar cómo debe estar el bosque en otoño daba escalofríos. La ventaja de verlo todo pelado es que tienes una mayor perspectiva, por aquello de los árboles que no dejan ver el bosque. Esta vez sí que comimos, en el centro de visitantes del Parque Nacional. La comida fue deliciosa (sobras de pavo de acción de gracias). Se nos hizo de noche en seguida, y no pudimos completar las 105 millas de la carretera. Nos faltó poco más de media hora. Las vacaciones tocaban a su fin. Pusimos rumbo a Nueva York, con la idea de evitar los atascos del día siguiente.
Pernoctamos en un Howards Johnson en Newark, en el estado de Delaware.


Día 5. Vuelta a Nueva York.
Pese a que llovió durante todo el día, nuestra estrategia funcionó y prácticamente no pillamos atasco, con lo que nos dio tiempo a ir al IKEA y a hacer la compra con el coche, antes de devolverlo. Las vacaciones habían acabado. Las disfrutamos mucho, como esperamos haberos trasmitido, y dio penita que fueran tan cortas. Sin embargo, ¡no apenarse!, que en nada estamos por España, de vacaciones otra vez, y viéndoos a la mayoría de vosotros.


domingo, 23 de noviembre de 2008

Las visitas


Tras nuestra llegada a finales de abril, tuvimos un tiempo prudencial de instalación antes de comenzar a recibir visitas. Una vez pasado este tiempo, el goteo de inquilinos ha sido más o menos constante, de manera que en estos cuatro últimos meses hemos acogido en nuestro nuevo hogar a un variado conjunto de amigos y familiares. Todos ellos nos han regalado momentos muy agradables y muy divertidos.


El primero en llegar fue César, compañero y amigo durante los 10 años de andadura por la Complutense (y esperemos que muchos más). César llegó entre semana, muy cansado y con un pequeño catarro. La primera noche la pasó en nuestro futón, que le pareció demasiado verbenero. A partir de esa noche durmió en el colchón individual tirado en el suelo. Aparte de César, durante esos días estuvieron también en Nueva York sus amigos Alberto y Marta, que no pernoctaban en nuestra casa pero de cuya compañía también pudimos disfrutar. Con ellos fuimos al teatro al aire libre, esta vez en Battery Park, para luego cenar en Stone Street, una calle turística muy chula donde están las casas más antiguas de Nueva York. También con ellos fuimos a nuestra primera misa Góspel con el consiguiente paseo por Harlem a lo largo de gran parte de la calle 125, que nos llevó hasta el este de Manhattan y por último, ya con la ayuda del metro, fuimos a visitar la ONU. De esta visita quedan varias anécdotas graciosas como César pidiendo té con leche en un restaurante vietnamita ante la mirada ojiplática de la camarera oriental que nos atendía. Tras preguntar repetidas veces si estaba seguro de lo que estaba pidiendo, trajo un té verde con leche, aclarando que era algo no se hacía nunca. La otra gran actuación de César fue su grito de susto provocando el de los demás en el hall de la ONU. Cuando miramos en la dirección que apuntaba su tembloroso dedo pudimos ver que el motivo de su asombro era un escudo del Ayuntamiento de Alcobendas en una máquina de las Naciones Unidas.


Pasada poco más de una semana desde que César dejara tristemente vacío el salón, llegaron "Los Hermanos", que ya os hemos presentado en otra ocasión. Mónica e Iván se quedaron dos semanas. El primer fin de semana fuimos a visitar Washington D.C. y Philadelphia. En el segundo fin de semana fuimos al MoMa, subimos al Empire State y pasamos un día en Governor's Island. Ésta es una isla al sur de Manhattan que originalmente era del ejército y, después, de los guardacostas. Ahora es un parque que está abierto sólo en verano y al que se llega con un ferry que es gratuito. Allí se pueden alquilar bicis a muy buen precio y pasar un día muy agradable. Además, hay unas vistas muy buenas de la Estatua de la Libertad. Cuando comienza el atardecer, los mosquitos salen a sumistrarse alimento, es decir, a acribillar a cuantos paseantes anden por el parque. Máxime si llueve como nos llovió a nosotros aquella tarde. A pesar de la lluvia, el día fue muy agradable y aprovechamos el chaparrón para jugar a la Pocha en un rincón resguardado de la lluvia, que no de los mosquitos (que le pregunten a Mónica).


Después de dos semanas disfrutando de su compañía, Mónica e Iván nos dejaron otra vez solitos. Eso sí, con los brazos abiertos para la llegada de María. Ésta tuvo algunos problemillas más que los demás para llegar a nuestra casa. María partía hacia Nueva York un día complicado en Barajas. Su avión hacia Londres, donde tenía que hacer escala, se retrasó significativamente. Sin embargo, llegó a tiempo para que la azafata de turno no les dejara subir al avión que no despegaría hasta media hora más tarde y al cual todavía no había subido ningún pasajero. Así que María y sus compañeros de viaje tuvieron que pasar la noche en Londres. Al día siguiente el vuelo se produjo sin mayor percance que el hecho de perderle la maleta a esta, nuestra tercera visita. Así que María se pasó cinco días disfrazada de Lidia. Esto no impidió que pasáramos unos días muy agradables, sólo empañados para María por algunas horas de llamadas telefónicas, intentando ser muy amable, intentando serlo menos, llorando, suplicando y finalmente encontrando la maleta. Entre tanto volvimos a Governor's Island, donde los mosquitos, esta vez, se cebaron conmigo, haciéndome unas ronchas enormes que ni el AfterBite calmaba en ocasiones. Fuimos también a Liberty Island, a ver a la señora Libertad de cerca, y a Ellis Island, lugar por el que tenían que pasar todos los inmigrantes que llegaban a EE.UU. a través de Nueva York (excepto los de “primera clase”) y donde ahora hay un museo de la inmigración muy, muy interesante. También estuvimos en Fire Island, pero eso ya os lo hemos contado.

Tras irse María, nuestra siguiente visita fue la de “Mamá Rosa” y su amiga Teresa. Pero antes pudimos disfrutar de la compañía de Eduardo y Chantal, que estuvieron en Nueva York visitando a su amigo Pep, que también está de post-doc en Columbia.

Mamá Rosa y Teresa llegaron un sábado por la noche habiendo hecho escala en Philadelphia. Tuvieron tiempo de visitar esta ciudad junto con un par de chicos compañeros de viaje. Su primer día aquí nos acompañaron a hacer nuestra compra semanal donde pudieron experimentar en sus propias carnes el frío de la cámara donde compramos la carne y el pescado. Con ellas dimos el paseo por Harlem que indica la Lonely Planet y vimos nuestra segunda misa Góspel. No la que indicaba la guía, para la que había una cola de turistas que daba la vuelta a la manzana. Esta vez nos quedamos al sermón que fue una cosa verdaderamente espectacular. Desde luego el predicador era todo un Showman que consiguió que nos interesaramos mucho por Jacob, Raquel y Lía. Mientras estuvieron aquí celebramos el cumpleaños de Jorge. Otro día fuimos a comer a Chinatown, aprovechando el paseo por este barrio para ver Little Italy (que de “Italy” ya no tiene nada más que algunas banderillas) y continuamos el paseo hasta llegar al Flatiron. Rosa y Teresa también pudieron visitar Washington. Allí hicieron cola para conseguir entradas para el Capitolio. Mientras esperaban al final de la cola veían a multitud de gente poniéndose delante de los primeros. Esto no dejó de chocarles, pero pensaron que debía de ser gente que ya tendría entradas. Cuando ya se habían “colado” unas 50 personas, alguien les advirtió de que donde estaban era el principio de la cola y que las que se estaban colando eran ellas. Este tipo de anécdotas hicieron que su visita fuera especialmente divertida para nosotros, además de lo ya estupendo de su compañía.

Los últimos en pasar por aquí han sido Elisa e Illán. También a ellos les hemos llevado de excursión. Los cuatro, junto con Emilio y Mª Luisa, alquilamos un coche, que conducía Emilio, y fuimos a un outlet que hay a una hora en de Nueva York (este tiempo no incluye las tres veces que nos perdimos y el giro de 180º que dio Emilio en mitad de la carretera con derrape espectacular incluido, ¡un hurra por Emilio!). Allí los lugareños intentamos pertrecharnos para el invierno que se avecina y los recién llegados también hicieron acopio de algunas cosas que necesitaban. Elisa e Illán, además, nos invitaron al baloncesto a un partido de pretemporada de los Nick´s contra los Celtics. Este partido nos dio la oportunidad de conocer el Madison Square Garden, el buen juego de los Celtics y la mala calidad de los Nick´s. Fue muy divertido ver a las Cheerleaders y a los que repartían camisetas de los Nick´s gratis a aquellos que gritaran más y más fuerte.


Después de su marcha ya no hemos tenido más visitas. Ha sido un placer haberos tenido con nosotros. Ahora sólo falta esperar a Navidad para veros otra vez. Esta vez, los visitantes seremos nosotros.

lunes, 3 de noviembre de 2008

Fire Island

Esta es una islita alargada que está al sur de y paralela a Long Island. Es una isla a la que se puede acceder en coche, pero una vez que se llega al extremo oeste hay que aparcarlo y seguir a pie o en bici, ya que está prohibido circular en coche. Para los que no tenemos vehículo propio, la manera de acceder a esta isla desde Manhattan es a través del tren, primero, y un ferry, después. Dependiendo de la zona de la isla a la que se quiera acceder, debe uno coger un ferry u otro. Se puede ir a la zona del faro o a la de un bosque centenario. Hay también playas visitadas, casi exclusivamente, por homosexuales.

Aprovechando los últimos días del verano y la visita de nuestra amiga sin par, María, decidimos hacer una excursioncilla hacia esta isla cuyas playas tienen fama de ser maravillosas, cosa que podemos corroborar. El domingo anterior al día del trabajo madrugamos, un poco más de lo que uno gusta de madrugar en domingo, para llegar a la isla con tiempo suficiente para disfrutarla. Cogimos el tren que nos habría de llevar a la zona de donde salen varios ferries. En la estación de tren hay unos autobuses que hacen el agosto trasladando a playeros de todo tipo hasta el puerto por el módico precio de $5 por un trayecto de 5 minutos escasos. Una vez en el puerto hay una clara segregación del personal hacia los ferries que van a la zona gay (que son dos) y hacia el que va a la zona del bosque centenario, que es a la que nos dirigíamos nosotros tres.

El viajecito en ferry es un paseo de unos 20 minutos muy agradable si uno lleva gorro y crema solar en cantidades industriales. Una vez en la isla comenzamos nuestro paseo por el bosquecillo que es arrastrado y a la vez protegido del viento por las dunas de la isla. El bosque de 300 años no es muy grande, pero tiene mucho encanto. Al sur de este bosque hay una playa sin fin donde había unas olas bastante grandes (al menos desde mi perspectiva). Tuvimos nuestro bañito de rigor y un paseo por la arena hasta una zona donde había casas y algo para comer.

En el paseo hacia nuestro almuerzo descubrimos unos pajarillos que buscan comida en la arena mojada cuando las olas retroceden. Cuando las olas rompen contra la orilla comienzan a correr de manera muy graciosa, con sus patitas cortas moviéndose muy, muy rápido. Sólo echan a volar cuando es inevitable que se vayan a mojar. Pero normalmente sólo corren, no vuelan y ninguna de las que vimos, y vimos muchas, se mojó ni un poquito.

En la zona poblada lo que más había eran casitas particulares de gente, probablemente, muy rica. Esa zona de la playa estaba atestada de playeros, todos guapísimos. Buscando algo para comer nos metimos en una especie de fiesta donde todo el mundo iba muy informal pero estupendísimo. Nuestras pintas de pringados que todos conocéis y que podéis apreciar en las fotos no encajaban nada en el ambiente. Hubo quien nos observó con descaro y mirada crítica.

Después de comer deshicimos lo andado con otro paseo por la arena igualmente agradable en cuanto nos alejamos de la marabunta que tomaba el sol, se bañaba o jugaba al voley playa.

El martes siguiente al día del trabajo, Jorge volvería a esta isla con sus compañeros de trabajo en una excursión propuesta por su jefe y organizada por su compañera Lorna. Ellos irían a otra zona de la isla más cercana al faro y a la zona gay. Después de pasar el día en la playa (y de dar un paseo que sin querer les llevaría no sólo a la zona gay, sino a la zona gay y nudista), de vuelta en Manhattan cenaron en un restaurante cubano que hay cerca de la universidad. Ese día Jorge volvió con los empeines de los pies quemados y empacho de codillo cubano. Tres manzanillas y una noche casi en vela después, todavía seguía haciendo la digestión. Sin embargo, no fue, ni mucho menos el que más se quemó. Algún compañero suyo de labor quedó rojo como un pimiento de los coloraos, coloraos.

domingo, 12 de octubre de 2008

Periplo NY-Washington D.C.-Philly

A finales de julio vinieron a visitarnos “Los Hermanos”: Mónica y su marido Iván. Uno de los planes que habíamos elaborado para cuando vinieran era hacer alguna escapadita de fin de semana a algún otro lugar fuera de Nueva York. Decidimos ir a Washington y pasar a la vuelta por Philadelphia. Para ello reservamos asientos en los autobuses que salen de China Town y que, evidentemente, gestionan un grupo de chinos.

El viernes 1 de agosto a las 19:30 de la tarde salía nuestro autobús de China Town. Allí que nos plantamos mochila en ristre. Dado que este sistema no incluye intercambiador ni dársenas organizadas, sino que los autobuses paran en las calles de este barrio asiático, tuvimos que preguntar a una chica china que hablaba un inglés del todo incomprensible. Como era la encargada nos fiamos de sus indicaciones. Pasado un rato de habernos acomodado en nuestros asientos se nos acercó el “revisor”, un joven oriental con el cuerpo lleno de tatuajes. Jorge le alcanzó la reserva que había imprimido. En ella constaban los tres trayectos reservados: NYC-Washington D.C, Washington D.C.-Philly, Philly-NYC. El revisor hizo el amago de quedarse con nuestro folio, a lo que, afortunadamente, Jorge reaccionó de inmediato. Para futuros viajes con esta compañía, nota mental: imprimir una copia de la reserva por trayecto a realizar.

Tras un viaje de unas 4 horas que constó de un frenazo impresionante a la salida de Nueva York (peligro de muerte para el del coche de delante), un aire acondicionado a 16 grados centígrados más o menos, unos jóvenes que hablaban a un volumen insoportable y un olor a comida un tanto agobiante a ratos, llegamos a Washington hacia las once. Allí cogimos el primer taxi hasta el hotel de hermosas colchas que Los Hermanos habían elegido.

Una vez allí y habiendo constatado que el hotel era muy elegante y que la habitación era más grande que nuestro apartamento, buscamos un sitio para ir a cenar. Lo único que encontramos fue un restaurante de comida rápida que se ubicaba encima de una discoteca. Eso hizo que nuestra cena se pudiera considerar como una “salida de marcha” por Washington, ya que la música estaba tan alta que el suelo del restaurante temblaba y los camareros canturreaban las canciones que sonaban abajo. Sólo faltó arrancarse a bailar.

A la mañana siguiente madrugamos un poco para poder ver Washington en un día. La cosa no está fácil, dada la gran cantidad de cosas que hay para ver. Nuestra visita fue sólo exterior. Para poder ver la Casa Blanca hay que reservar con semanas, e incluso meses, de antelación. Si uno quiere ver el Capitolio, tiene que estar a las 8 de la mañana haciendo cola para pillar entradas. Nosotros no hicimos nada de eso. Sólo echamos a andar y lo vimos prácticamente todo, pero sólo por fuera. La explanada que se extiende desde el Capitolio hasta el Lincoln Memorial es un paseo muy recomendable. Incluso bajo el sol de justicia que nos torturó ese día sin un árbol lo suficientemente frondoso para refrescar un poco. La avenida Smithsonian está llena de museos gracias a un tal Smithson, “un inglés que jamás estuvo en Estados Unidos, pero que en su testamento donó 4.1 millones de dólares al país para fundar un organismo para el incremento y la difusión del conocimiento” (Lonely Planet de EE.UU.). Ahí es nada.

Antes de nada, alimentamos nuestro "frikismo" pasando por la American Chemical Society.

Después de eso, lo primero que vimos fue la Casa Blanca. Por fuera y con las caras metidas entre las rejas que cercan la finca. Después paseamos hasta el Capitolio. En este trayecto paramos para ver la antigua oficina de correos. Ahora es un centro comercial, pero mantiene la arquitectura de la oficina de correos tanto interior como exterior. Es muy mona y tiene una torre en la que se pueden apreciar vistas de 360o de Washington. Un buen rato después y tras cambiar varias veces las tiritas de los pies llenos de ampollas de Iván, llegamos al Capitolio. Como no se podía entrar, no estuvimos mucho tiempo allí. Es muy bonito, pero yo no pude evitar que la entrada me pareciera la de un hotel de lujo. Sacrificamos entrar en la Biblioteca del Congreso (que dicen que es impresionante y a la que pensamos ir algún día) por ver el resto de monumentos varios. Desde el Capitolio hasta el Washington Memorial (que es el monolito enorme que sale en todas las películas) hay que cruzar el National Mall y la avenida Smithsonian. Allí paramos en el museo nacional de los indios americanos para degustar deliciosos platos regionales. Allí Jorge se lo pasó en grande haciéndose la siguiente foto ante la mirada divertida de uno de los camareros.

Después seguimos hasta el Washington Memorial, al que, por cierto, se puede subir (cosa que tampoco hicimos). Luego vimos el World War II Memorial (en esta zona todo son memorials, como veis), que consta de un conjunto de fuentes representando los cinco océanos o algo así. Y finalmente llegamos al Lincoln Memorial en el que, tras subir trochocientos escalones con ese calor horrible, se disfrutaba de un poco de frescor del mármol con el que está hecha la enorme estatua de Lincoln.

Ya sólo nos quedaba el cementerio de Arlington y el Iwo Jima Memorial (“¡aquí les gusta mucho hacer memorial!”- dice Jorge). El cementerio no está muy lejos del Lincoln Memorial, a unos 30 minutos andando. Hay que cruzar el puente que pasa por encima del río. Los rayos de sol nunca me habían parecido tan verticales y la cosa se estaba poniendo como una sauna de húmedo. Fue un paseo espantoso, la verdad, y ya estábamos bastante cansados.

Nada más llegar al cementerio nos dimos cuenta de que aquello era gigantesco, así que nos compramos tickets para los trenecillos que dan una vueltecilla guiada. En este cementerio se encuentran enterrados todos aquellos americanos que han servido alguna vez en alguna guerra. Entre ellos se encuentra John F. Kennedy. Su tumba fue la primera parada del trencillo, momento en el cuál se puso a llover a cantaros y pudimos, por fin, refrescarnos un poco. Paramos, además, en la tumba del soldado desconocido, donde pudimos asistir a la ceremonia del cambio de guardia, acto extremadamente solemne.

Después de esta visita aun nos quedaron ánimos para visita el Iwo Jima Memorial, que es la escultura tan famosa de los soldados colocando la bandera de EE.UU. Esta escultura se encuentra ya en otra ciudad y otro estado, pero se podía llegar desde el cementerio tras un paseo de 20 minutos. La escultura me impresionó mucho más de lo que me esperaba y considero que mereció la pena el esfuerzo.

Después de esto cogimos un taxi en cuanto pudimos para ir al hotel, ducharnos, cenar e irnos a la cama, ya que a la mañana siguiente salíamos para Philadelphia más o menos temprano y estábamos reventados.

La mañana del domingo, otra vez en China Town, nos subimos al autobús con destino a Philadelphia. En este caso no había revisor, sino revisora, una china que gritaba muchísimo con aspecto de estar enfadadísima. A una chica que no había podido imprimir la reserva pero que tenía el número de localizador, la echó varias veces del autobús: “Out! Out!” sin escuchar su situación. Finalmente la cosa se pudo arreglar, pero en algún momento la cosa pintó fea. Tampoco pintó bien para nosotros cuando insistió varias veces en quedase nuestro billete, que contenía la información necesaria para ir desde Philadelphia a NYC que necesitaríamos después. Afortunadamente, todo salió bien, tanto para la chica sin billete, como para nosotros.

En Philadelphia no teníamos mucho tiempo. No es muy grande, pero queríamos visitar a Rocky, que está un poco lejos. Así que para poder verlo todo cogimos un autobús turístico. Al principio llevamos la guía más loca que uno se pueda imaginar. Más que una guía parecía una animadora, hablaba a todo trapo y se metía con nosotros con soltura. Cuando dijimos que nos bajábamos en la parada de Rocky nos echó una bronca de cuidado diciéndonos que españoles teníamos que ser bajándonos en la parada menos cultural de todas. Nosotros, claro, la mar de orgullosos por este hecho. Parece ser que la estatua de Rocky se donó a la ciudad tras las tres primeras películas. Claro, los donantes esperaban que la estatua se quedara donde la habían puesto para los rodajes, que es en la cima de las famosas escaleras que sube Rocky y que corresponden al Museo de Arte de Philadelphia. Pero a los del museo y a algunos ciudadanos la estatua no les parece lo suficientemente conveniente como para encontrarse a las puertas de un museo de arte, así que la bajaron y la pusieron a un ladito, ante el disgusto de los creadores de tan memorable personaje.

Aparte de eso, en Philadelphia se encuentra el Independence Hall, lugar donde se aprobó la Declaración de Independencia; el Liberty Bell Center, donde se puede ver la Campana de la Libertad; el ayuntamiento de Philadelphia, que es un edificio bastante bonito; el lugar donde vivía Betty Ross, la mujer que se supone cosió la primera bandera de EE.UU. y la tumba de Franklin, político y científico que debía ser todo un personaje. Una de sus características, parece ser, es que era un poco tacaño y en su tumba se dejan centavos en honor a su frase “un centavo no gastado es un centavo ahorrado” (o algo así). El Independence Hall y el Liberty Bell Center forman el llamado Independence National History Park. La mayor atracción es la Campana de la Libertad que se forjó para conmemorar el 50 aniversario de la Constitución de Pennsylvania (estado al que pertenece Philadelphia). Se hacía sonar en ocasiones importantes hasta que se rajó. Tiene unos remaches que suponen un intento bastante cutre de arreglarla, con poco éxito, por cierto. Así que la última vez que se pudo hacer sonar fue para el cumpleaños de George Washington y ahora se exhibe como símbolo de libertad. Si pensáis que es una campana gigante, como de hecho yo me esperaba, estáis, como yo estaba, completamente equivocados. La campana debe medir menos de un metro de alto por otro de ancho, pie arriba pie abajo, así que no me explico cómo se rompió con tanta facilidad. Es evidente que su forja es de poca calidad, lo cual no deja de ser toda una paradoja tratándose de la Campana de la Libertad.

Dándonos por satisfechos con nuestra visita a Philadelphia nos dirigimos ya a coger el autobús que nos traería de vuelta a Nueva York. Este viaje no tuvo ningún inconveniente, sólo un poco de tráfico que el conductor pudo evitar saliéndose levemente de la ruta establecida.

lunes, 1 de septiembre de 2008

Tute goes on tour

Con este asunto enviaba Miguel a sus amigos una invitación para pasar un fin de semana fuera de la ciudad. Para nuestra alegría, estábamos incluidos entre los receptores de ese e-mail. El plan consistía esencialmente en visitar el Bear Mountain State Park y pasar allí el día del sábado para luego pasar la noche jugando al Tute en una especie de motel a lo Melrose Place en un lugar llamado Fishkill. La cosa prometía ya de por sí, pero además, la idea de pasar nuestro primer fin de semana fuera de la ciudad nos hacía mucha ilusión. Así que consultamos nuestra apretadísima agenda social y, ¡qué cosas!, nos apuntamos a tan atractivo plan.

El sábado 19 de julio a las 10:00 de la mañana vinieron Sebastián y Miguel a buscarnos con su flamante coche azul para llevarnos hasta el Bear Mountain State Park, siguiendo las indicaciones de un amable GPS. Atravesamos el Bronx y salimos hacia el Norte de la ciudad. Una vez fuera de Nueva York, el paisaje se convierte en un bosque continuo y sólo se ve interrumpido por algunas casas y por el río Hudson.

El parque al que fuimos es bastante grande y tiene un lago, praderas y un monte mediano. Allí buscamos un rinconcillo tranquilo fuera de las multitudes de gente haciendo enormes barbacoas con el consiguiente escándalo familiar. Encontramos un sitio muy agradable con vistas al lago apartado del mundanal ruido y allí habríamos de reunirnos con los hermanos Micsenyi, Amanda y Matt, y con Nicole, la novia de Matt. Éstos decidieron portar hasta donde nos encontrábamos una barbacoa, tal vez no muy grande, pero lo suficientemente pesada como para hacer del paseo una caminata un tanto incómoda. Eso creo, porque debo decir que no fuimos nosotros los que cargamos con la barbacoa. Es el arte español del escaqueo, ya sabéis.

Durante el día disfrutamos de una barbacoa auténticamente americana, para lo cual Matt resultó ser un experto. No sólo sabía encontrar el punto justo a la carne controlando cómo se despega la piel del pollo, sino que además portaba una brocha para aplicarle la correspondiente salsa barbacoa. Debo decir que no hubo el clásico momento, también muy español, en el que todo el mundo opina cuál es la mejor manera de encender el fuego (en eso, el experto es Jorge). Junto con la barbacoa traían carbón de ese que prende de manera instantánea, quitándole toda la gracia al momento “puesta a punto”. Matt nos recomendó mucho a todos la salsa “Sweet Baby Ray´s”, dejando claro que lo más importante en la barbacoa es la salsa (“The sauce is the boss!”) y que había que echarla en grandes cantidades (“Don’t be shy with the sauce!”). Por eso fue para todos una decepción que Miguel decidiera comerse el pollo sin salsa (”Ooooooooooooooooooooooh!”).

Además de la barbacoa, asistimos también a un juego típicamente americano: Horseshoes. Consiste en tirar una herradura y que se enganche a un palo. Es un sucedáneo de la petanca que, aunque parece sencillo, tiene unas normas bastante complejas. Lo más difícil de todo fue clavar el palo en un suelo que resultó ser de granito. Este juego nos permitió asistir a la competitividad de los Micsenyi’s, que es una cosa bastante divertida. Dicen las malas lenguas que compiten hasta por cosas como a ver quien se acaba antes la comida.

Fue un día verdaderamente muy agradable y lo terminamos en el motel que ya hemos comentado. Antes de llegar nos pertrechamos con comida en un supermercado, claro. Nuestra habitación era una especie de dúplex en un complejo de casitas con piscina y jacuzzi exterior. Tras una ducha reparadora y una cena ligera (después de pasarnos todo el día comiendo íbamos rodando por la casa) llegó el momento de jugar al Tute. Jorge, Nicole y Matt no se apuntaron. El resto echamos unas partidillas. Lo primero: explicar las normas del juego. Y bueno, cuando se habla de Tute, no se anda uno con bromas, así que me tomé muy en serio que entendieran bien el juego. En resumen, que acabaron de mí hasta el moño. Para deshonra del pueblo español, Amanda (estadounidense) ganó el minitorneo, quedando Sebastián (inglés) en segundo lugar y Miguel y Lidia en los últimos puestos. Menos mal que la selección española de Fútbol, Nadal y Carlos Sastre van dejando el pabellón bien alto.

Después de la humillación nacional, nos fuimos a descansar. A la mañana siguiente disfrutamos de la piscina y del jacuzzi. Luego nos pegamos un homenaje en la International House of Pancakes. En este lugar, pidas lo que pidas, lo acompañan con tortitas. La ingesta de comida fue tal, que no comimos nada hasta la cena, que también fue frugal.

Después del copioso desayuno ya nos volvimos a casa. El viaje de vuelta lo hicimos también en el coche de Sebastián.

Gracias chicos por llevarnos, traernos, cuidarnos y regalarnos un fin de semana muy especial.



A couple of months ago, Miguel sent to his friends an e-mail whose subject was “Tute goes on tour”. The mail was to invite them to an out-of-the-city weekend plan. To our joy, we were included in the list of recipients. The plan involved a visit to Bear Mountain State Park on Saturday, followed by a motel night (Melrose Place style) in a village called Fishkill. The main attraction of the night would be playing Tute. Evidently, we couldn’t say no. In addition, it was going to be our first weekend out of the city, and we were looking forward to it. As we didn’t have any agenda limitations, we immediately joined Miguel’s plan.

On Saturday July 19th at 10 am, we were picked up by the Sebastian and Miguel. Sebastian drove his stylish blue car to Bear Mountain State Park, following the kind instructions of the brand-new GPS. We left the city through the Bronx. Once you are out, you get to a continuous forest, only interrupted by some houses and the Hudson River. The target park is pretty extended and there is a lake, a number of lawns and a medium-sized hill. There, we sought a quiet spot far from the noisy crowd doing big familiar barbecues. We finally found a very nice spot with views to the lake, far from the worldly noise. There, we would join the Micsenyi brothers, Amanda and Matt, and Nicole (Matt’s fiancée, should we say?). They decided to bring their barbecue. Even though it was not very heavy, the fifteen-minute walk was not that pleasant. This is what we believe, though we must confess that we didn’t help to move the barbecue. It was our way of showing our hosts the Spanish way of team working.

So finally we were able to enjoy a really American barbecue. Matt turned out to be a real expert on the subject. He knows exactly when the thighs and drumsticks are done just by the way they are peeled off. He also masters the technique of spreading barbecue sauce with a paintbrush. We must say that there were no Spanish-barbecue-greatest-hits such as the moment when everybody gives their opinion on how to burn the fire (in that, Jorge is the expert). The reason is that we employed an ignitable coal. Matt strongly recommended a brand of sauce called “Sweet Baby Ray’s”. He claimed that “The sauce is the boss” and that we should add tons of it. That is, “Don’t be shy with the sauce!” Imagine our disappointment faces when Miguel decided to eat sauce-free chicken...

In addition to the barbecue, we also learned that there exists a typical American game called Horseshoes. In that game, players toss horseshoes or horseshoe-shaped metal pieces at a stake so as to encircle it or come closer to it than the other players (definition on The Free Dictionary). The game is in some way related to the Petanca, but we didn’t get to understand all the rules. The most difficult part was to hammer the stake in the hard ground. During the game, we were able to enjoy the funny Micsenyi’s competitivity. Some people say that they compete for everything, even for who is the fastest at eating their food.

It was a very nice day. Before arriving to the Motel, we bought some stuff at a supermarket. Our room was a sort of duplex in a complex of little houses with outdoors pool and jacuzzi. After a refreshing shower and a light dinner (we had had enough during the day), Tute’s time did come. Jorge, Nicole and Matt didn’t join. The rest of us did play for a while. The first thing to do was explaining the rules to the non-Spaniards. Accordingly to the importance of the game, Lidia took the explanations very seriously, which was very tiring in a way. The results were a dishonor for the Spanish people. Amanda (American) won the game. Sebastian (English) ended in second place. The Spaniards Miguel and Lidia were far from the first places. Thank goodness the soccer Spanish team, Nadal and Carlos Sastre had the success that we didn’t.

After the national humiliation, we went to sleep. Next morning, we enjoyed the pool and the jacuzzi. The breakfast at the International House of Pancakes was spectacular. In this place, no matter what you ask, you will get at least three pancakes. We did eat a lot, so much that we didn’t eat anything until dinner time (and then, just a piece of fruit and some yogurt).

After such a massive breakfast we drove back home in the blue and stylish brand-new car of Sebastian.

Thank you all folks for picking us up, taking us, taking care of us and giving us a special weekend!


lunes, 25 de agosto de 2008

Mantenimiento

El pasado miércoles subía yo en el ascensor con un personaje de lo más curioso. Era un personaje a lo Bruce Willis en “Armagedón”, un poco menos fondón y algo más cachas. La cabeza rapadita, disimulando la ya avanzada pérdida del preciado cabello, y un cinturón de herramientas colgado a la cintura acompañando los andares chulescos propios del ya comentado actor. Si hubiera ido mascando chicle, le hubiera pedido hacernos una foto como souvenir. Iba yo pensando en lo tópico de este personaje cuando entraba en mi despacho y me pide que le sujete la puerta. Yo, claro, la sujeto y el hombre entra sin decir nada más. Yo, que de natural soy un poco pusilánime, hago acopio de valor para preguntar qué es lo que va a hacer en nuestro despacho. No es que me importe en realidad, pero hay un poco de psicosis entre los miembros de mi grupo con robos y demás cosas. Además, a las 9:00 de la mañana todavía no hay mucha gente por mi planta y este señor no dejaba de ser un completo desconocido. Me dice que tiene que arreglar un panel eléctrico. Digo que ¡ah!, vale, que si necesita algo que me lo pida. No deja de hacerme gracia el hecho de que nos hemos pasado dos meses, en los cuales están las semanas más calurosas del verano, pidiendo que vengan a arreglar el aire acondicionado, hasta que al final, después de mucho insistir, nos han puesto uno portátil. Y sin embargo, sin que notemos ninguna incidencia, aparece por allí el cachas de mantenimiento para arreglar un supuesto panel que no sabíamos ni que existía. ¡Qué paradojas tiene la vida!

Como se tiene que ir a buscar noséqué o a noséquién, me dice que si puede dejar las herramientas en el despacho. Hasta el momento no es especialmente simpático el hombre, no. Cuando le digo que las deje cerca de mi sitio no me entiende muy bien y pone cara de impaciencia. Sin embargo, cuando ve que lo que pretendo es impedir un posible robo de sus preciadas herramientas hasta sonríe, el tío. Más tarde aparece allí con un compañero suyo y se ponen a cacharrear.

Ya daba yo por zanjado el asunto del panel eléctrico. Sin embargo, a la mañana siguiente, al abrir la puerta de mi despacho me encuentro la luz encendida y ¡oh sorpresa! un señor sentado a la mesa donde solemos hacer las reuniones de grupo. Aunque reconozco en seguida al que está allí sentado como “el compañero del cachas de mantenimiento”, me he pegado un sonoro susto y mi cara es un poema. Él pone cara de póker y me dice que están arreglando el panel eléctrico. Digo que ya, que le recuerdo y que “what a surprise!”. Como, de hecho, no está arreglando nada sino que se encuentra repantingado en una silla me da explicaciones diciendo que está esperando a su compañero. Yo me asusté, pero él se avergonzó de su momento relax (que yo no juzgo en absoluto). ¡Qué majete!

Al rato llega el cachas de mantenimiento que, además, ha tenido a bien visitarnos otro día más. Ahora ya me saluda con una sonrisa encantadora. Una de las veces me ha preguntado de donde era. Se sorprende cuando le digo que Española y me dice que pensaba que era rusa. ¡Rusa!

En fin, creo que ya han terminado, porque en la última visita aporreaban con esmero el panel eléctrico, no sé si para cerrarlo o para terminarlo de arreglar.

sábado, 12 de julio de 2008

Lidiadas

Una de las cosas que imaginaba que pasarían cuando cruzáramos el charco es que me vería envuelta en múltiples situaciones graciosas producidas por mi torpeza. No es que no se dé el caso cuando juego en casa, pero los cambios en general y la diferencia de idioma propician que haga el ridículo con soltura. Pero la verdad es que no está siendo para tanto, no estoy metiendo la pata mucho más de lo que lo haría en circunstancias normales, así que esta entrada se ha visto retrasada más de lo que esperaba.

Aunque las cosas que me han pasado hasta ahora no tienen mucha relación con el hecho de estar en Nueva York, como igualmente os las contaría si estuviera allí para que os mofarais de mí, pues también lo hago desde aquí.

Mi primer gran momento tuvo lugar, cómo no, con el nuevo jefe. Esta es la típica situación de intentar romper el hielo consiguiendo únicamente hacer el ridículo. Pues el caso es que subíamos a nuestra planta en el mismo ascensor intercambiando un par de frases cortas, algunas incluso monosilábicas. Los ascensores dan a una especie de pasillo interno en el que es imposible orientarse debido a su total simetría y a que hay ascensores en los dos lados del pasillo. Total, que salimos del ascensor y echo a andar al lado de mi jefe comentando lo mal que me oriento siempre en esta situación. Mi jefe, sin pararse, señala con el pulgar hacia su espalda y me dice “es en la dirección opuesta”. Por lo menos quedó claro que mi comentario no era mentira, además de ser un absurdo intento de caer simpática. Saqué mi siempre socorrida sonrisa de “estoy haciendo el panoli” que tengo muy entrenada y me fui para mi cueva.

Mi segundo gran momento fue en una tienda de ropa. Todo el mundo comenta lo baratísimo que es todo en Nueva York. Total, que el otro día me fui a comprarme unas deportivas y algún que otro complemento que no necesitaba. En general, los precios no están mal, pero como no hago el cambio a euros nunca vivo la clásica situación de ¡estoy encontrando una ganga! Pero, de pronto, en la sección de ropa femenina, veo un ofertón de 4 ejemplares por 20 céntimos. Como la ropa de chica cada vez la hacen más escasa de tela, la oferta no me pareció inverosímil, aunque sí espectacular. Además, era monísimo lo que allí vendían y no me pude resistir, aun no haciéndome ninguna falta estos complementos. Elijo los cuatro más monos y cuento mis centimillos en el monedero. Saco 20 y los amontono como el tío Gilito. Mientras espero a que la dependienta les quite los artefactos antirrobo pienso en la cara que van a poner mis amigas cuando se lo cuente. Entre esos pensamientos la dependienta dice “twenty”. Ya estaba yo a punto de decirle “cents?” cuando caigo en mi error y me doy cuenta de que, efectivamente, son dólares. Demasiado tarde para echarme atrás, así que pago con la tarjeta. Fue una pena salir tan pronto de mi error. Me hubiera encantado relataros la cara de la dependienta cuando le hubiera plantado los 20 céntimos uno encima de otro haciendo una torrecita.

La última lidiada que merece ser contada se refiere a mi habilidad para las compras a través de la red. Llevo unos meses encaprichada con una canción y ya por fin me decido a comprarme el disco en el que está incluida. Para ello, recurro a amazon.com que, como sabéis, lo tiene todo y a muy buen precio. Decido comprármelo de segunda mano, que sale muy barato. Veo que los precios son espectaculares, algunos por menos de un dólar, así que me compro dos discos. Como soy de natural confiada, me compro los más baratos. Cuando ya era demasiado tarde me di cuenta de que los precios eran tan bajos, en algunos casos, porque no se trata de un CD sino de un casete. Por lo menos tengo un CD, que me acompaña mientras os escribo. Pero además tengo en mi poder un casete que no puedo reproducir ni copiar ni nada porque no nos hemos traído con nosotros tecnologías con orígenes anteriores a los años 90. Voy a ver si le pido a algún harlemeño un aparatejo de esos que se llevan al parque para escuchar música mientras hacen barbacoa o, simplemente, descansan en un banco.