sábado, 3 de mayo de 2008

La partida

El lunes 28 de abril partimos para Nueva York. A mí (Lidia), particularmente, por mi natural demasiado sentido, la despedida se me hizo cuesta arriba. De hecho, todo el rato de espera para la despedida, fue lo peor. Luego los abrazos a la familia y los “cuidaos” que dejan de ser frases hechas en determinados momentos. En fin, las despedidas siempre son duras.

Una vez que se cruza el umbral todo deja de ser tan doloroso. La sensación de ruptura va desapareciendo y empieza a cobrar importancia la sensación de aventura. Allá que íbamos Jorge y yo, con nuestro equipaje de mano en ristre, en busca de nuestra puerta de embarque. El viaje a Dublín transcurrió sin problemas. Yo me quedé frita antes del despegue. Sólo abrí los ojos lo suficiente para meterme entre pecho y espalda un “full breakfast” que Jorge y yo nos homenajeamos. Después, otra vez roque. No puedo contaros nada más de ese viaje.

El aeropuerto de Dublín parece pequeño. No tiene tampoco ninguna característica a destacar. Ni buena, ni mala. Una cosa bastante neutra. Y allí nos esperaban las siguientes 5 horas. Cuando debatíamos, sentados a las puertas de nuestro embarque, sobre si comer y qué, de pronto, empezaron a rodearnos individuos de traza oriental. A nuestro lado, detrás, enfrente y, lo que ya no es de recibo, en un descuido de Jorge, se sentaron en su sitio. El suelo empezó a estar lleno de enseres varios y zapatos, sobrevolados por pies descalzos danzantes. A medida que avanzaba el tiempo crecían en número, hasta que nos mimetizamos con ellos. (FOTO donde está Wally de Jorge, búsquenle entre la multitud).


El viaje de Dublín a Nueva York fue bien, tal vez alguna turbulencia poco confortable, pero bien. Largo. La única pega fue que, al llegar a nuestra nueva ciudad de acogida, todo estaba nublado y no pudimos ver el aterrizaje con las luces de la ciudad y demás cosas bonitas que imaginamos habríamos visto si no hubiera habido tan mal tiempo. Una vez en el JFK sólo nos quedaba atravesar la aduana. No fue difícil, sólo inquietante debido a las miradas de sospecha de los policías y su ausencia total de cualquier tipo de sonrisa.

En JFK una de las maletas comenzó a hacer un ruido infernal. Una de las ruedas estaba atascada y rechinaba contra el suelo encerado, lo cual atraía aún más a los ya de por sí pesados taxistas pirata. Esquivando a todos los que nos asediaban, conseguimos coger un taxi lo suficientemente grande como para cargar con nuestros 120 kilos de equipaje. Éste nos llevó a casa de mi amigo Miguel, y su compañero Ramón, a los que siempre agradeceremos su acogida, la cena y la conversación, además de su ayuda subiendo y bajando maletas (120 kilos a un tercero sin ascensor, no digo más), entre otras cosas.

En fin, el viaje no pudo ser mejor, creo yo, ni la bienvenida tampoco.

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